jueves, 31 de octubre de 2019

El arte de la poesía

"Con los versos de uno, si hay suerte, liga otro"


Me imponía entrevistar a Enrique, la verdad. Tan solo había intercambiado un par de mensajes con él antes de proponerle participar en estas conversaciones y para mí es un autor de referencia.

-Serán un par de mails- le prometí esperando que no se lo pensara dos veces.
-Pelotearemos con correos hasta que quede muy bien- me contestó.



Enrique García-Máiquez (Murcia, 1969) es el tipo de persona del que no te explicas cómo lo hace. Su producción es inabarcable, pareciera que las horas tienen más minutos para él y podríamos suponer que todo es el resultado de una actividad frenética. Y sin embargo, te trata como si no tuviera nada más que hacer en todo el día.


Alentada por su generosidad disfrazada de perfeccionismo, me adentré en su obra. Vagabundeé por internet hasta que, incapaz de hacerme una idea concisa de qué se le daba mejor, decidí preguntar por ahí.

Inteligente. Divertido. Cultísimo- Me dijeron.

Y yo, después de este mes de mensajes, suscribo. Corroboro. Confirmo. Y añado: Enrique tiene otro don, el de mirar diferente.

Sugiero una copa de brandy para leer a García-Máiquez, pero esta vez sin música.
Bueno, miento, sí hay música. ¿No oyen las olas del Atlántico romper contra la bahía de Cádiz?












Acabamos la entrevista a Mario Crespo (cónsul de España en Venezuela) emplazándote a que nos contaras la anécdota «diplomática» de Aquilino Duque, como manera de comprometerte para esta serie de entrevistas, pero expectantes por conocer la historia.

La categoría es que Aquilino Duque hizo una traducción extraordinaria de Os Lusiadas de Camoens que no se la salta un conflicto diplomático. La anécdota es que Duque se felicitó en el prólogo por la hermandad de nuestras dos lenguas de ambos hemisferios. Hasta ahí, excelente. Pero añadió que le extrañaba la cantidad de obstáculos fonéticos de la prosodia del portugués peninsular, a diferencia del portugués brasileño, mucho más hospitalario a los oídos hispánicos. Entonces, ¡zas!, especuló con el motivo. ¿Y no podía ser que los portugueses, más a la defensiva frente a sus vecinos que el enorme Brasil ante los suyos, quisieran levantarnos otra frontera? La traducción la publicaba la Editora Nacional, que era del Estado, y hubo una protesta oficial portuguesa contra esas divagaciones geopolíticas del gran Duque.


Tus hijos, Enrique y Carmen, nos resultan casi de la familia a los que te seguimos en Twitter y disfrutamos de su evolución y ocurrencias. Incluso creo que hay quien tiene su preferido. Lo que está claro es que Carmen por ahora ha heredado tus inquietudes literarias. ¿El ejemplo lo es todo?
Cierto. Hay quicófilos y carmencistas. Yo voy a muerte con los dos bandos.
Ay, el ejemplo: el ejemplo es muy poliédrico. Enrique se tumba a menudo conmigo mientras leo en el sofá, pero parece más mimético con mi postura horizontal que con el libro que sostengo entre las manos, que considera accesorio. Y eso que, a menudo me levanto a buscar, desesperado algún otro libro que se me ha traspapelado por algún sitio. Tanto que, ay, ay, el poliedro ejemplar de nuevo, el otro día el profesor empezó a reñir a Enrique por haber perdido su libro de Lengua y éste le replicó: «Es una costumbre familiar, nosotros perdemos libros».

Carmencita escribe algo, y yo, un padre que abuelea, le jaleo el talento. Pero ella se resiste a escribir porque yo la alabe, y sólo lo hace para ganar alguna cosa: un premio del colegio o los derechos de autor que le pago escrupulosamente cada vez que la cito en Twitter. Quizá sea el dichoso ejemplo de nuevo y que alguna vez me habrá oído decir esto del doctor Johnson: «Sólo un badulaque escribe por algo que no sea dinero». Lo cito a menudo con énfasis, aunque creyéndomelo a medias. Como ella.

Sabía que mi afinidad con Carmen no era infundada. Cuando alguien me envía una convocatoria de un concurso literario siempre respondo que yo, como las super modelos, por menos de tres ceros no cojo el boli. Es una manera muy salada de esconder la pura vagancia.

No seas humilde, que tú sabes con cuánta diligencia la pereza nos protege de esfuerzos y vanidades inútiles. ¿Conoces este poemita de Mario Quintana?

Suave pereza, que de ser malvados
y de otras idioteces al abrigo nos pones,

sólo por ti, ¡qué pésimas acciones
dejé de lado!

Conocía aquello de «Cuántas veces nos ha salvado la pereza del resto de pecados capitales», que viene a ser lo mismo pero peor contado.




Enrique con sus hijos, Enrique y Carmen, hace unos años.
                            
                                                                 
Rescatando la pregunta de la conversación con José Peláez, ¿qué planteamientos, valores o medidas que contrarresten la intoxicación a la que están sometidos todos los niños tenéis a la hora de educarles?
Tengo puesta toda mi fe en Marcos 16, 18. Allí se nos promete que «podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño». Veo venir sigilosas las víboras silbando. Mientras leo, oigo lo que ven en los dibujitos y me estremezco, o las letras de las canciones que les ponen por todos lados… Me sostiene el texto evangélico. Por mi parte, apenas les insisto en lo extravagantes que somos y en insuflarles un orgullo inoxidable por la aventura de nadar a contracorriente.

Que tiene sus contraindicaciones. Te cuento una anécdota de ayer mismo. Carmen llegó cariacontecida del colegio porque sus compañeras le habían hecho búlin [sic]. En la hora de gimnasia había ganado una carrera, y, como ella hasta ahora (me explicaba) había sido la peor en deporte, se volvió a sus contrincantes para darles las gracias por haber tenido el bonito detalle de dejarle ganar. Se lo tomaron como una burla y se pusieron furibundas con mi hija, que, al principio, no entendía qué estaba pasando. He tenido que explicarle (aguantándome la risa) que, para ser galante en estos tiempos, hace falta cierta predisposición al martirio, además de una ligera prudencia.
En serio, hazme presidenta de su club de fans.


¿Has dedicado muchos libros de Gabriel García Márquez?
Cuando iba a publicar mi primer libro, pregunté a uno de mis referentes si no sería más juicioso que lo firmase como Enrique Máiquez, saltando —qué remedio— sobre mi García. Debió de darse cuenta de mi reticencia y me aseguró que Gabriel García Márquez era un bluf y que no merecía la pena que manipulase el apellido por él. Cuando unos años y dos libros míos después leí Cien años de soledad mi cabeza hizo boom (latinoamericano). ¡Uf con el supuesto bluf! Supe que ya la cosa no tendría remedio mientras alentase la lengua castellana. De ahí me viene cierta rabia sorda contra la compasión desbordada y la adulación gratuita; aunque, ojo, la culpa fue mía, que tenía que haber hecho mis deberes de realismo mágico mucho antes.

En cualquier caso es una penitencia justa porque en mi temprana adolescencia viví un tanto a la sombra del premio Nobel. Las madres más estiradas de mis amigas más exquisitas decían, con cara de haber oído campanas en algún sitio, que mi apellido les sonaba…, les sonaba mucho, vaya, muchísimo. Yo ponía cara de «¡cómo no!», y las dejaba intrigándose, mientras se imponía un vago prestigio nebuloso y ultramarino. Ahora, por tanto, voy por la vida como Forges con Borges, pero mereciéndomelo.


El otro día hablando de ti con un amigo cartagenero me dijo: ese apellido es de aquí. Hoy he comprobado que efectivamente, eres murciano. Vives en el Puerto de Santa María … ¿hay una bonita historia de amor por medio?
Tu amigo cartagenero acierta, pero es todo más laberíntico. El Máiquez es mi apellido portuense, porque a finales del XVIII o principios del XIX un señor de Murcia (Cartagena) se vino a vivir al Puerto como armador de pesca. A base de años y matrimonios, como el sistema de criaderas y soleras, los marineros fueron arraigando en la tierra. Entonces, un muchacho del Puerto se enamora de una muchacha de Murcia (estudiando ambos Farmacia, que te gustará saberlo). A los nueve meses de las campanas de boda, empezamos a nacer, a un ritmo regular, mis hermanos y yo. La muchacha de Murcia quiso tener a sus hijos al abrigo de su familia y fuimos todos muy obedientes en peregrinación desde el Puerto a nacer a Murcia. De modo que el apellido Máiquez regresó a sus raíces, aunque con una parsimonia muy nuestra.


En el libro «Un día de cólera» aparece un héroe del 2 de mayo apellidado Máiquez. Al parecer era un reputado actor de origen murciano…
Fue retratado por Goya; por Galdós, en los Episodios; y por Curro Guillén, con un zasca glorioso. E introdujo en España la pasión por Shakespeare. Una tía abuela mía, monja carmelita, con una paradójica pasión por la genealogía, rastreó el parentesco lateral. Y una pariente de mi abuela sintió la llamada de las tablas y fue cantante de Zarzuela (hizo de Frasquita en el estreno de El gato montés de Penella), generando tal desazón familiar que no me enteré de esa historia hace muy poco y de pura chamba. ¿Quién sabe si la musa Talía corre por nuestras venas y eso explica la pasión de mi hermano Jaime por sus heterónimos y la mía por el «All the world's a stage»?


Según Rilke la verdadera patria del hombre es su infancia. ¿Cómo fue la tuya?
Yo la viví muy feliz, pero, en realidad, fue algo insólita. Mi madre tuvo un cáncer gravísimo, del que, tras unos años muy duros, se curó sorpresivamente. Pero en casa, como una nanny, la Muerte estuvo viviendo entre nosotros. De modo que soy bilingüe de la vida y la muerte. Lo digo sin dramatismos, eh, que aquello acabó mucho mejor que en una buena comedia, con su Deus ex machina y todo.


¿Nos darías un paseo por el Puerto contándonos tus direcciones predilectas, rincones para escribir –si lo haces fuera de casa alguna vez- o lugares que quedan fuera de las guías turísticas?
Cuando hablo de que los viajes me dan pereza y que lo mío es quedarme en el Puerto, me estoy adornando con un último cosmopolitismo. Lo que prefiero es quedarme en casa. Ya ir al Puerto es una travesía y aventura. Pero me armo de audacia y voy.

Fuera de casa no escribo casi nunca, salvo que una entrega del periódico se me eche encima. Fuera de casa tengo las ideas. Pero no en las cafeterías o los bares, donde leo más concentrado y mejor que en ningún sitio. Las ideas las suelo tener paseando, sobre todo, por la playa y, especialmente, montando en vespa como un epicúreo a dos tiempos, a lo Nanni Moretti.

El paseo que me gusta dar a los amigos de fuera juega con los bustos de escritores portuenses. Vamos de uno en otro, como si fuesen las boyas de una regata, y así, de través, vemos el pueblo casi entero.
Empezamos por el busto de Alfonso X El Sabio, que está al pie del muro del castillo de San Marcos. No era del Puerto, pero el Puerto era de él, que lo reconquistó, aunque para regalárselo de inmediato a Santa María. Aquí escribió varias de sus Cantigas a Nuestra Señora, nada menos. Empezaba poética (y confesional (y galaicoportuguesa)) nuestra pertenencia al Reino de Castilla.
Luego, bastante cerca, en la Plaza del Polvorista, llamada así por el antiguo cuartel de Artillería, se acoda un busto del explosivo Rafael Alberti Merello. Pasaremos por la casa de su infancia bien burguesa de camino a su colegio. En la plaza del Ave María, a la puerta de los Jesuitas, hay un busto muy elegante de Cecilia Böhl de Faber, Fernán Caballero para los letraheridos. En ese colegio estudiaron, además de Alberti, Pedro Muñoz Seca, Fernando Villalón, Juan Ramón Jiménez, Manuel Halcón y hasta Felipe Benítez Reyes, el último —por ahora— de la gran fiesta literaria de la Compañía, que ojalá no decayese. Mi padre estudió con los jesuitas, yo ya no.

Yo estudié con los Jesuitas de Alicante y al único que podemos exhibir en nuestras filas -que yo sepa- es al expresidente del Congreso José Bono. Así que me parece fascinante lo que cuentas.

Al lado de la plaza del Ave María está la plaza de toros, que mandó construir una comisión de ilustres indígenas, presididos por un sobrino de Cecilia, Tomás Osborne Böhl de Faber. Tiene 12.186 localidades, el número exacto de habitantes que entonces tenía la ciudad, para que ningún portuense se quedase fuera de la fiesta.

Estamos en un extremo del Puerto clásico; el otro, era la cárcel, ubicada en un precioso monasterio gótico en ruinas, por cierto. De allí fue de dónde se fugó El Lute. Una soleá fijaba los términos municipales de la población: 


«El Puerto, ciudad maldita,
porque empieza en un penal
y acaba en los jesuitas».


¡La soleá como profecía!

Todavía nos queda un trecho de paseo, lo siento, pero, por suerte, ya es cuesta abajo. En la plaza de Isaac Peral, está el antiguo busto de Pedro Muñoz Seca, con el Ayuntamiento en un lado y la casa de mi abuela en el otro. Fue un busto delicioso, con una sonrisa contagiosa bajo los contundentes bigotes. Sin embargo, cuando por fin llegó al Ayuntamiento un alcalde que no era de izquierdas, quiso desagraviar al comediante monárquico, hasta entonces un poco preterido por el prestigio revolucionario-albertiano, y mandó que añadiesen un cuerpo y unas piernas de inmediato. A nadie le crece un cuerpo así impunemente y, si ha ganado altura, ha perdido encanto. Yo soy partidario de que lo devuelvan a su busto original, para que don Pedro esté a juego con los restantes vates, ni más ni menos.
Ahora hay que ir buscando ya la desembocadura del Guadalete, cuando el río va a dar a la mar, pues estaremos muertos de tanto paseo. La playa de la desembocadura se llama La Puntilla, apurando el símil manriqueño y taurino. Allí, está el busto de José Luis Tejada, un poeta algo desconocido, pero muy estimable, de la generación del 50. A su sombra, mirando hacia Cádiz, podremos tomarnos una copa de fino o varias, que nos las hemos ganado.

No sospechaba que esta pregunta me fuera a dejar con tantas ganas de visitar la ciudad. Gracias por el paseo.


Hablabas de realismo mágico y yo quería comentar sobre el gótico sureño. Nuestra admirada Flannery O´Connor pedía a Dios en su Diario de Oración, tan magníficamente reseñado por ti, que la hiciera una buena escritora católica. Recientemente leí una cita del Nobel francés François Mauriac: «No hay escritores católicos. Si lo sabré yo, que soy uno de ellos».
¿El escritor católico es el gato de Schrödinger?

A bote pronto, tu pregunta me crea un problema de conciencia. Me ha recordado lo poco rezo para ser un buen escritor católico. Así me va. Rezo, cuando me atasco, para salir del bloqueo y rezo para que se me perdone no ser un buen católico. Recuerdo que Evelyn Waugh rezaba para tener un buen editor. Qué ejemplo: eso sí que es buscarse un magnífico Agente literario.

A cambio de la desazón que me has provocado, me regalas una imagen espléndida, porque, en efecto, cuando se mira dentro de la caja, en plan Mauriac, o ves al católico o ves al escritor, pero, cuando no escrutas, ambas realidades se superponen, imposibles y a la vez, tan indiscernibles como el gato de Schrödinger. Yo no pretendo ser un escritor que cree ni un católico que escribe, sino decir mi «miau» cuántico a quien conmigo va. Con una sonrisa cheshiresca.


Una vez leí que el director orquesta Pedro Pírfano Zambrano (1929-2009) contaba en su jubilación que a través de su música había servido a Dios. En el fondo es lo mejor que uno puede hacer con su talento…

Y tanto, pero vuelvo a temblar, desazonado, porque yo ya le veo mérito al de la parábola que devuelve intacto el talentito que le dieron. Ni se lo robaron ni permitió que se lo quitase Hacienda ni siquiera se lo gastó… Soy un Rimbaud carca, me temo: «Pour le conservatisme, j'ai perdu la vie».


Tu último poemario Con el tiempo fue publicado en 2010 y el 1 de noviembre (2019) presentas nuevo libro. Me gustaría que nos hablases de él y del silencio transcurrido.

Se titula Mal que bien, guiñando con un ojo a su contenido de contienda moral, pero con el otro al hecho de que ha sido un libro escrito por los pelos, entre tantos compromisos sobrevenidos periodísticos, críticos, profesionales y familiares. Antaño, era sólo poeta. Ahora, teniendo en cuenta como se me han puesto las cosas, estos diez años de silencio me parecen pocos y han pasado vistos y no vistos. Le estoy profundamente agradecido a la poesía: no le ha dado la gana de soltarme de su mano ni en los momentos más bulliciosos de esta feria ensordecedora de vivir en la mediana edad.





Precisamente, te quería preguntar por todas esas facetas. Eres profesor, traductor, ensayista, articulista, poeta, escribes reseñas con una documentación -aunque es bagaje- abrumadora. Imagino que no son compartimentos estancos, pero ¿en alguna de ellas te sientes más cómodo? ¿O, como diría José Peláez, cuál de ellas es la que va sin máscara?

Qué bien visto por Peláez lo de la máscara. Creo que en todos los géneros me arranco la máscara buscando mi cara, pero siempre hay más máscaras y más que arrancar. El alma es un gozo sin fondo.

La poesía es lo central, sin duda. Aunque tiene mucho de ideal inalcanzable, me basta con seguir empinándome para alcanzarla. Las traducciones y las críticas son auxiliares de la poesía o sus suplentes, sus interinos. Mi condición de licenciado en Derecho se expresa, casi mejor que en las clases (donde enseño Derecho), en mis artículos, en los que me niego a renunciar a mis inquietudes civiles. Mi condición de 'ensayista' es un feliz falso amigo. El amigo auténtico y anónimo que hizo mi entrada en Wikipedia (¡mil gracias, si estás leyendo esto!), lo puso así, quizá revelando su anglofilia, pues yo sólo puedo considerarme 'ensayista' en el sentido inglés del que escribe críticas y artículos más largos en revistas especializadas, y no en el sentido hispánico del que se marca libros de filosofía como Gomá. Antes me limitaba a protestar (con la boca chica y encantado), pero me he decidido a tratar de darle la razón retrospectiva y me he sentado a escribir un ensayo sobre la aristocracia de espíritu, ya puestos. Luchar por estar a la altura del alto concepto que los amigos tienen de mí ha sido el gran motor de mi vida.

Todo para acabar diciéndote que donde me siento más cómodo es con los haikus. ¡Quién supiese saltar, solitario, de satori en satori!


Si me permites, voy a explicar mi proceso como lectora de poesía porque creo que puede ser representativo. Mi único contacto desde la educación reglada fue con Bécquer. O no nos enseñaban nada más, o pasábamos del resto porque no iba con nosotros. Lo que es seguro es que no despertó en mí ningún interés. Yo era buena lectora y cuando agoté los Barco de Vapor, Los Cinco, Los Alfaguara y toda la pesca, mis padres pidieron recomendaciones a un familiar, catedrática de instituto de literatura. En su selección incluyó «Yo voy soñando caminos» de Machado y fue el único que dejé sin tocar.
Muchísimos años después, cuando por azar he descubierto a Luis Rosales, a Foxá, a Gabriel y Galán, a Miguel d’Ors, a Panero…me he sentido estafada (por echar la culpa a los demás).
No sé si es una cuestión de falta de madurez, de sensibilidad… lo de echar la culpa sí, me refiero a no saber apreciar la poesía hasta bien entradita en años, lecturas y experiencias.

Describes un proceso más o menos general del buen lector de poesía. Yo me reconozco en él, y eso que tuve la suerte de que en mi casa mi padre contrarrestase con Alberti los entusiasmos miguelhernandianos de mi madre, y se contrarrecitasen poemas como en una película de Katharine Hepburn y Spencer Tracy. (Lo cual, dicho sea entre paréntesis, no deja de ser significativo en una casa tan tradicional como la mía. No imagino a los padres de Pablo Iglesias discutiendo sobre quién era mejor poeta, si Sánchez Mazas o Leopoldo Panero.)

El entusiasmo propio por la poesía llegó después y por descubrimientos por mi cuenta y riesgo. Incluso a Bécquer lo redescubrí en su verdadera talla mucho después del colegio, como quien se cae de un caballo de tópicos y lecturas fáciles y adolescentes.
Quizá para leer poesía hasta el fondo hagan falta, como dices muy bien, experiencias vitales y lectoras, un poso. Da rabia pensar en el tiempo que se ha perdido, pero, a cambio, tenemos la fe del converso.

¿Cómo sugerirías a un neófito introducirse en tu obra?

Le suplicaría que renunciase al orden cronológico. Los dos primeros libros se los puede saltar tranquilamente, esperando a que publique una antología y salve los seis o siete poemas que valen de cada título.

Luego, pienso que mis poemas se leen mejor en diálogo con la tradición y con mis contemporáneos. Que no valgo para iniciar a nadie en la poesía porque perpetro guiños constantes y sobreentendidos. La mayor parte del trabajo se la dejo a mis colegas y me concentro, mal que bien, en lo mío. Un poema del último libro lo confiesa:

                Free rider
Esos poemas superprofundísimos

que nunca tengo ganas de escribir

ni muy posiblemente fuerzas,

los han escrito, los escribirán

o quizás ahora mismo los estén escribiendo

poetas admirables.

Yo

no puedo más que dar las gracias, prometer

que los leeré despacio y bendecir

la suerte de que la poesía sea

un trabajo en equipo.

Muchas gracias por esta primicia, que en realidad es un hacernos la boca agua.


¿A qué poetas lee un poeta?
La pregunta trae dos filos. Como lector, trato de estar atento a todos, aunque a muchos los desecho pronto. Josep Pla sabía que «Hay muchos poetas en todas partes: los verdaderos poetas son escasísimos». La poesía innecesaria es inabarcable y agotadora. Como antídoto, intento no descuidar ni a los clásicos ni a los maestros (de Bécquer al 27, digamos).

El segundo filo de tu pregunta entiendo que es: como poeta en servicio activo, ¿a quién leo? Porque, en efecto, es distinto. Leo entonces a mis poetas, esto es, a aquellos cuya voz arropa a la mía, sobre todo, cuando estoy corrigiendo o terminando un libro. Había empezado a apuntar una lista muy larga, pero me dejaba siempre a algunos. Pequemos, pues, de conceptualistas: quiero decir que como lector leo con más placer a Eliot, pero para escribir regreso a Auden; me pasa lo mismo con Ibáñez Langlois y con Jaime Sabines o Eugenio Montejo; y vuelvo a JRJ; y a Jon Juaristi; y a Mario Quintana; y repaso a Chesterton. Y a los más cercanos: Duque, d’Ors, Pedro Sevilla, González Iglesias, José Mateos, Javier Almuzara, mi hermano Jaime, Rocío Arana, Marcela Duque… No quiero embalarme de nuevo. Lo bonito es tu pregunta, que me permite descubrir que soy dos lectores: uno más hedónico, curioso, crítico e intelectual y otro en carne viva, desamparado, acogido, cómplice.


En estas entrevistas estamos mostrando la masculinidad sin ambages ni intenciones torticeras, ¿cómo se lleva la sensibilidad poética con la virilidad?

Me consta que esta pregunta no la haces por ti, que te sabes la respuesta, sino contra estos tiempos que, a fuerza de sentimentalismos, confunden la sensibilidad con la sensiblería. La literatura clásica está llena de ejemplos de personajes poderosos con un espíritu exquisito, empezando por los caballeros de la Tabla Redonda o mi muy admirada Princesa del Guisante. La tradición española de las armas y las letras, Manrique, Garcilaso, Aldana…, no deja lugar a dudas. Yo prescribiría a estos tiempos un tratamiento homeopático, con tu permiso de boticaria: contra el sentimentalismo, la sensiblería y el sensitivismo, sensibilidad. Y sentido, claro, como me sopla al oído mi adorada Jane Austen, que está siempre al quite.
Además, la belleza recia es algo deliciosamente delicado, como cuando Lope de Vega, para ponderar el atractivo de una serrana, dice: «que un roble a brazos arranca». Um, qué guapa sería.


No te imagino leyendo en libro electrónico y de hecho en alguna foto he visto que tienes una biblioteca - tras tu mesa de trabajo- preciosa. ¿Tu mujer te ha amenazado alguna vez con «sacarte de casa» si entraba un libro más?
La bondad de mi mujer es comparable a su paciencia, si a estas alturas de matrimonio pueden distinguirse. Sólo me ha prohibido que meta ninguna estantería más, de forma que he de ceñirme a las que hay. Quizá dentro de poco tendré que practicar el «método Gil de Biedma», que consistía en que, por cada libro nuevo que entraba en su casa, regalaba o tiraba otro. Por ahora, estoy con el «método Dante»: el paraíso son las estanterías de mi despacho y el comedor; lo que rebosa de ahí, lo llevo al purgatorio, que es una librería que tengo en el porche, casi al aire libre; y lo que cae ya de eso va al infierno, con perdón, que son unas cajas que guardo en los bajos más oscuros, húmedos y polvorientos de casa de mi abuela.





Leo también en electrónico y hasta en audiobook, mientras conduzco. Como Cervantes, me paro a leer los papeles caídos por la calle y los que arrastra el viento por las redes.
Mi gadget de lectura preferido es el más virtual: la memoria, aunque la tengo mala. Me encanta releer recitándome los poemas. Y tampoco está mal que un amigo, entusiasmado, te lea o te recite unos versos. Ojo a esa lectura oral como en las ventas de don Quijote, que no deberíamos perder.


¿Tienes editoriales preferidas? ¿Alguna edición especial, con historia o digna de mención?
Me encantan los sellos editoriales capaces de ganarse una autoridad. Cualquier cubierta de El Acantilado o de El Asteroride, atisbada de lejos, me pone a salivar cual perro de Paulov. En mi formación poética, Renacimiento, Pre-Textos y Adonais son insoslayables, y todo agradecimiento sería poco.
Aunque tengo algunas primeras ediciones interesantes, no padezco la obsesión del libro antiguo. Una vez el poeta Antonio Moreno me advirtió: «Dentro de algunos años, estos nuevos libros de los amigos que ahora nos regalamos o compramos serán primeras ediciones cotizadísimas». En un santiamén, han pasado treinta años y ya es verdad.


Hay que contar que tienes al hater más fiel y enconado de todo internet. Es muy divertida tu manera de manejar el asunto. ¿Nunca sientes impotencia, lo llevas con tanto humor como parece?

También sufro: cuando se pasa dos o tres días sin visitarme. Me pregunto si lo habré decepcionado definitivamente (porque convencerlo es imposible). Luego regresa con fuerzas renovadas y el mundo vuelve a estar bien hecho. Le tengo un gran aprecio porque es uno, el único, el fiel. El problema de los odiadores debe de ser la horda. Lo de un odiador solitario y tan atento casi se confunde con el amor.


Sin que sirva de precedente, la labor institucional funcionó conmigo una vez. Me encontré de bruces a Luis Rosales en unos versos –creo que de La casa encendida- en un espacio publicitario de los autobuses urbanos de Granada. Tú eres un experto en su obra, te encargaste de su antología, y me gustaría que nos hablaras de él por si propiciamos para alguien un encuentro «fortuito» como me ocurrió a mí.

Qué coincidencia. Siempre he sospechado que mi reencuentro con Luis Rosales fue también fortuito. Yo acababa de publicar Casa propia y alguien debió de ver ahí un homenaje explícito a La casa encendida, del que dedujo un entusiasmo y un conocimiento rosaliano adecuados para encargarme aquella antología. Ir haciéndola al tiempo que profundizaba en su obra resultó raro y maravilloso. Lo corriente es antologar desde una pasión antigua y monolítica, lo que resulta contradictorio, pues el trabajo del antólogo consiste en descartarse. A Rosales, en cambio, lo antologaba según crecía mi entusiasmo.

Luis Rosales es un poeta muy poderoso, con todos los recursos en su máximo esplendor. Se le lee por partida triple: por lo que dice, por lo que calla y por lo que él es. Quiso hacer una poesía total que tuviese mucho de narrativa, y su obra completa es también, entre líneas, la novela apasionante de su vida.


Has estado viendo cine clásico con los niños y ha sido toda una experiencia, pero ¿qué tal se te dan las novedades? ¿Has visto la última de Tarantino, la de Woody Allen…?

¡Horror, no!, no he ido todavía a ninguna de las dos. Se nos escapan los días entre los dedos. Pero ¿para cuándo hay que tener lista la entrevista? Soy tan concienzudo que lo que me pide el cuerpo es ir corriendo a verlas ahora mismo para no dejarme ni una pregunta en blanco. Mi sentido del deber no es por severidad (no tengo un pelo de calvinista) ni por semipelagianismo (Dios me libre), sino puro hedonismo. «La felicidad está en el deber cumplido», dijo Epicuro o tenía que haberlo dicho él.


Te he leído una frase que me encanta y que comparto: «Al final, pase lo que pase, y pasarán muchas cosas, nunca va a pasar nada malo». A este convencimiento se llega a través de la Fe, o de la paroxetina -que ayuda mucho a relativizar- y yo intento hacerlo mío. Sin embargo añadiría que sí, que nunca va a pasar nada malo, pero cuánto se sufre mientras. ¿Tienes unos versos para eso?

San Agustín lo tiene: «No es bueno sufrir, pero es bueno haber sufrido». Uno puede recitárselo mientras sufre, para tener presente lo que se alegrará luego, que es una forma bien bonita de empezar a alegrarse. La paroxetina paradójica (con un principio activo, claro, de fe y esperanza). También me gusta mucho (desde el otro lado del tiempo) este haiku de Shiki:

¡Si ella viviera
y penar los dos juntos
viendo nacer la luna!
Hasta el sufrimiento, si es junto a quienes amamos, lo vamos a echar de menos, y eso es tan hermoso como una luna llena con su luz refleja.


El anhelo de belleza por parte del ser humano es un hecho, incluso para los que están rodeados de feísmo y por tanto casi insensibilizados. La vida, al fin y al cabo, es la búsqueda de esa belleza. Barre para casa, dinos cómo nos ayudan la poesía, la literatura, ¡los haikus!

Bien dicho: «barrer para casa», qué perfecta expresión, lo tiene todo, fuerza, limpieza y la ironía del interés propio. La fuerza de la poesía es que su belleza, Rubén Darío aparte, no suele estar tanto en ella, sino en la mirada y el corazón del que la lee, que barre para casa. Por eso, en general, el pellizco va entrelíneas. Tiene vocación de ir por dentro. Es una belleza que el lector pone a medias y se lleva entera.





Enrique con Carbón


                                               
Recientemente escribiste en el Diario de Cádiz, si no recuerdo mal, sobre tus primeras experiencias componiendo poemas para «noviecitas». A mí me han llegado rumores de un tal García-Máiquez siendo el «terror» de las nenas. Acláranos cuánto había de poesía y cuánto de aquello que se llamaba un «guaperas».
Más terrorífico era mi hermano Nicolás. Yo iba a rebufo, como con un atractivo por consanguinidad. Pero aquello no tuvo nada de poesía; de hecho, como cuento en aquel artículo, la poesía me las espantaba. Con los poemas pasa lo de Cyrano de Bergerac, nuestro maestro en estro. Con los versos de uno, si hay suerte, liga otro, y eso ya es bonito de sobra.

Pero lo más bonito de entonces es ahora. Sucede que mis viejos amigos, a veces, cuando me presentan, ponderan aquel supuesto atractivo mío de joven. Se crea un momento muy embarazoso, pues los recién conocidos me escrutan sin dar crédito, frotándose los ojos, mientras que los viejos amigos insisten, cegados de nostalgia.

El momento es bochornoso, sí, pero me compensa porque aparezco rejuvenecido, grácil y gracioso en las pupilas de mis amigos, cuyo cariño ha abolido el tiempo. Han vuelto la espalda a mi presente quevedesco: «¡Que sin saber cómo ni adónde/ la salud y la edad se hayan huido!». Es un signo de que para el amor somos invulnerables. Esta entrevista saldrá mejor o peor (¿no me he enrollado muchísimo?), pero estoy seguro de que para ellos será tan divertida como lo fuimos entonces.


Sugiero que guarden esta entrevista y la relean; yo he encontrado matices distintos cada vez que lo he hecho.
Agradezco a Enrique su paciencia, su disposición y su generosidad al aceptar esta conversación que se publica coincidiendo con la llegada a las librerías de su nuevo poemario Mal que bien.
Además de encontrar al vate en su nuevo libro, pueden seguirle en redes sociales (su cuenta de Twitter es una maravilla) y en su blog.

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